Mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma 2018

«Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría»  (Mt 24, 12)

Mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma del año 2018, que comienza el 14 de febrero, Miércoles de Ceniza

Queridos hermanos y hermanas:

Una vez más, nos sale al encuentro la Pascua del Señor. Para prepararnos a recibirla, la Providencia de Dios nos ofrece cada año la Cuaresma, «signo sacramental de conversión» (1), que anuncia y realiza la posibilidad de volver al Señor con todo el corazón y con toda la vida.

Como todos los años, con este mensaje deseo ayudar a toda la Iglesia a vivir con gozo y con verdad este tiempo de gracia; y lo hago inspirándome en una expresión de Jesús en el Evangelio de Mateo: «Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría»  (Mt 24, 12).

Esta frase se encuentra en el discurso que habla del final de los tiempos y que está ambientado en Jerusalén, en el Monte de los Olivos, precisamente allí donde tendrá comienzo la pasión del Señor. Jesús, respondiendo a una pregunta de sus discípulos, anuncia una gran tribulación y describe la situación en que podría encontrarse la comunidad de los fieles: frente a acontecimientos dolorosos, algunos falsos profetas engañarán a mucha gente hasta amenazar con apagar la caridad en los corazones, que el centro de todo el Evangelio.

Los falsos profetas

Escuchemos este pasaje y preguntémonos: ¿qué formas asumen los falsos profetas? Son como «encantadores de serpientes», o sea, se aprovechan de las emociones humanas para esclavizar a las personas y llevarlas adonde ellos quieren. ¡Cuántos hijos de Dios se dejan fascinar por las lisonjas de un placer momentáneo, al que se confunden con la felicidad! ¡Cuántos hombres y mujeres viven como encantados por la ilusión del dinero, que los hace en realidad esclavos del lucro o de los intereses mezquinos! ¡Cuántos viven pensando en sí mismos y caen presa de la soledad!

Otros falsos profetas son esos «charlatanes» que ofrecen soluciones sencillas e inmediatas para los sufrimientos, remedios que, sin embargo, resultan ser completamente inútiles: ¡cuántos son los jóvenes a los que se les ofrece el falso remedio de la droga, de unas relaciones de «usar y tirar», de ganancias fáciles, pero deshonestas! ¡Cuántos se dejan cautivar por una vida completamente virtual, en que las relaciones parecen más sencillas y rápidas, pero que después resultan dramáticamente sin sentido!

Estos estafadores no solo ofrecen cosas sin valor, sino que quitan lo más valioso, como la dignidad, la libertad y la capacidad de amar. Es el engaño de la vanidad, que nos lleva a pavonearnos…, haciéndonos caer en el ridículo; y el ridículo no tiene vuelta atrás. No es una sorpresa: desde siempre, el demonio que es «mentiroso y padre de la mentira»  (Jn 8, 44) presenta el mal como bien y lo falso como verdadero, para confundir el corazón del hombre.

Cada uno de los nosotros, por tanto, está llamado a discernir y a examinar en su corazón si se siente amenazado por las mentiras de los falsos profetas. Tenemos que aprender a no quedarnos en un nivel inmediato, superficial, sino a reconocer qué cosas son las que dejan en nuestro interior una huella buena y más duradera, porque vienen de Dios y ciertamente sirven para nuestro bien.

Un corazón frío

Dante Alighieri, en su descripción del infierno, se imagina al diablo sentado en un trono de hielo (2); su morada es el hielo del amor extinguido. Preguntémonos entonces: ¿cómo se enfría en nosotros la caridad? ¿Cuáles son las señales que nos indican que el amor corre el riesgo de apagarse en nosotros?

Lo que apaga la caridad es ante todo la avidez por el dinero, «raíz de todos los males»  (I Tm 6, 10); a esta le sigue el rechazo de Dios y, por lo tanto, el que no querer buscar consuelo en Él, prefiriendo quedarnos en nuestra desolación antes que sentirnos confortados por su palabra y sus sacramentos (3). Todo esto se transforma en violencia que se dirige contra aquellos que consideramos una amenaza para nuestras «certezas»: el niño por nacer, el anciano enfermo, el huésped de paso, el extranjero, así como el prójimo que corresponde a nuestras expectativas.

También la creación es testigo silencioso de este enfriamiento de la caridad: la tierra está envenenada a causas de los desechos arrojados por negligencia e interés; los mares, también contaminados, tiene que redescubrir por desgracia  los restos de tantos náufragos de las migraciones forzosas; los cielos –que en el designio de Dios cantan su gloria- se ven surcados por máquinas que hacen llover instrumentos de muerte.

El amor se enfría también en nuestras comunidades. En la exhortación apostólica Evangelii gaudium, traté de descubrir las señales más evidentes de esta falta de amor. Son estas: la acedia egoísta, el pesimismo estéril, la tentación de aislarse y de entablar continuar guerras fratricidas, la mentalidad mundana, que induce a ocuparse solo de los aparente, disminuyendo de este modo el entusiasmo misionero (4).

¿Qué podemos hacer?

Si vemos dentro de nosotros y a nuestro alrededor los signos que antes he descrito, la Iglesia, nuestra madre y maestra, además de la medicina  a veces amarga de la verdad, nos ofrece en este tiempo de Cuaresma el dulce remedio de la oración, la limosna y el ayuno.

El hecho de dedicar más tiempo a la oración hace que nuestro corazón descubra las mentiras secretas con las cuales nos engañamos a nosotros mismo (5), para buscar finalmente el consuelo en Dios. Él es nuestro Padre y desea para nosotros la vida.

El ejercicio de la limosna nos libera de la avidez y nos ayuda a descubrir que el otro es mi hermano y que nunca lo que tengo es solo mío. ¡Cuánto desearía que la limosna para todos en un auténtico estilo de vida!  Al igual que, como cristianos, me gustaría que siguiésemos el ejemplo de los apóstoles y viésemos en la posibilidad de compartir nuestros bienes con los demás un testimonio concreto de la comunión que vivimos en la Iglesia.

A este propósito, hago mío la exhortación de san Pablo, cuando invitaba a los Corintios a participar en la colecta para la comunidad de Jerusalén: «Os conviene»  (2 Co 8, 10). Esto vale especialmente en la Cuaresma, un tiempo en el que muchos organismos realizan colectas en favor de iglesias y poblaciones que pasan por dificultades. Y cuánto querría que también en nuestras relaciones cotidianas, ante cada hermano que nos pide ayuda, pensáramos que se trata de una llamada de la divina providencia: cada limosna es una ocasión para participar en la Providencia de Dios hacia sus hijos; y Él hoy se sirve de mi para ayudar a un hermano, ¿no va a proveer también mañana a mis necesidades, Él que no se deja en ganar por nadie en generosidad? (6).

El ayuno, por último, debilita nuestra violencia, nos desarma, y constituye una importante ocasión para crecer. Por una parte, nos permite experimentar lo que sienten aquellos que carecen de lo indispensable y conocen el aguijón del hambre; y por otra parte,  expresa la condición de nuestro espíritu, hambriento de bondad y sediento de la vida de Dios. El ayuno nos despierta, nos hace estar más atentos a Dios, que es el único sacia nuestra hambre.

Querría que mi voz traspasara las fronteras de la Iglesia católica para que llegara a todos vosotros, hombres y mujeres de buena voluntad, dispuestos a escuchar a Dios. Si os sentís afligidos como nosotros porque en el mundo se extiende la iniquidad; si os preocupa la frialdad que paraliza el corazón y las obras; si veis que se debilita el sentido de una misma humanidad, uníos a nosotros para invocar juntos a Dios, para ayunar juntos y entregar juntos lo que podamos como ayuda para nuestros hermanos.

El fuego de la Pascua

Invito especialmente a los miembros de la Iglesia a emprender con celo el camino de la Cuaresma, sostenidos por la limosna, el ayuno y la oración. Si en muchos corazones, a veces, da la impresión de que la caridad se ha apagado, en el corazón de Dios no se apaga. Él siempre nos da una nueva oportunidad para que podamos empezar a amar de nuevo.

Una ocasión propicia será la iniciativa «24 horas para el Señor», que este año nos invita nuevamente a celebrar el sacramento de la reconciliación en un contexto de adoración eucarística. En 2018, tendrá lugar el viernes 9 y el sábado 10 de marzo, inspirándonos en las palabras del salmo 130,4: «De ti procede el perdón». En cada diócesis, al menos una iglesia permanecerá abierta durante 24 horas seguidas para permitir la oración de adoración y la confesión sacramental.

En la noche de Pascua, reviviremos el sugestivo rito de encender el cirio pascual: la luz que proviene del «fuego nuevo»  poco a poco disipará la oscuridad e iluminará la asamblea litúrgica: «Qué la luz de Cristo, resucitado y glorioso, disipe las tinieblas de nuestro corazón y de nuestro espíritu»  (7), para que todos podamos vivir la misma experiencia de los discípulos de Emaús: después de escuchar la palabra de Dios y de alimentarnos con el pan eucarístico nuestro corazón volverá a arder de fe, esperanza y caridad.

Os bendigo de corazón y rezo por vosotros. No os olvidéis de rezar por mí.

Francisco

 

NOTAS:

(1) Misal Romano, I Domingo de Cuaresma, oración colecta.

(2) «Salía el soberano del reino del dolor fuera de la helada superficie, desde la mitad del pecho»  (Infierno XXXIV, 28-29).

(3) «Es curioso que muchas veces tenemos miedo a la consolación, a ser consolados. Es más, nos sentimos más seguros en la tristeza y en la desolación. ¿Sabéis por qué? Porque en la tristeza nos sentimos casi protagonistas. En cambio, en la consolación es el Espíritu Santo el protagonista»  (Ángelus, 7-12-2014).

(4) Números 76-109.

(5) Benedicto XVI, encíclica Spe salvi, 33.

(6) Pío XII, encíclica Fidei donum, 111.

(7) Misal Romano, Vigilia Pascual, Lucernario.